domingo, 17 de octubre de 2010

El hermano del silencio

Soy el creador de remedios,
inmortalizado por beber su veneno,
el niño soñador, hombre y quimérico.
Soy el cardenal obsceno,
vagamente pálido, muerto en secreto.
No hay en mí error, no hay remordimiento.
Soy el Dios Huérfano,
todo tan distante y nada predilecto
en el mar absurdo
en el mar inmenso.
Soy la luz y soy montaña,
emerjo lúgubre
tendido
mojado y
despierto
solo para irme
ajeno y padeciendo.
Soy el hielo ardiente
más allá del viento...viento triste
triste y arenoso
¡arenoso y duradero!
más allá de los campos
donde yacen los cardos,
mas allá del río
¡sollozando el desvarío!
Allá...
allá en tus besos fríos,
tan helados,
tan hirientes
como la muerte misma
¡tan desfalleciente!
o como este silencio
silencio oscuro y mío
¡el llanto de mi mente!

jueves, 4 de febrero de 2010

La enésima muerte, el enésimo nacimiento


Decir feliz año sería algo muy intolerable para aquellos seres perfeccionistas del tiempo, y cuyas vidas giran en torno a un reloj.
Mejor sería decir que no he tenido en ningún momento la estabilidad ( o inestabilidad mejor dicho) psicológica para imaginarme las cosas de hace dos meses, y aunque tengo dos historias publicables en las cuales mi verguenza no es considerable, pues existe el temor....¡y qué temor! de quedar allí.
Y bueno, estas fechas de febrero tienen un significado muy doloroso para mi...mañana es cinco de febrero, un día como hoy esperé en vano, y un día como mañana nací otra vez, después de haber muerto. Parte de ese renacimiento es este cuento de García Márquez que adjunto.
Renacer no es fácil.



Un señor muy viejo con unas alas enormes

Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.
— Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.
El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más altos.
Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel.
Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.
El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.
El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.
Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.
Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían también los otros hombres.
Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.
Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar
.

miércoles, 30 de diciembre de 2009

Del por qué ya no hay cuentos, de por qué se va el año


Y mientras han pasado casi veinte días sin haber publicado nada, las excusas son las primeras en aparecer, y las excusas son conmigo mismo, para así otra vez en mi vida convencerme de mi inconstancia.

Excusas:

- No he tenido tiempo por....motivos de estudios.

- Los domingos estuve trabajando.

-Andaba stressado (la palabra de moda, y a la cual los psicólogos se empeñan en darle un sentido argumentando que como el homnbre está diseñado como animal y tiene una energía de depredador y presa que ya no consume, pues la lleva recargada).

-No publiqué porque...podía excusarme.


Y así las excusas....van y vienen.

Espero que disminuyan para este año que viene, así como espero poder leer más, y así como espero desesperezarme para entrar y escribir todo aquello que irrumpe en mi cerebro.

Y ahora para terminar el año, me excuso por hacer aburrida la despedida.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Cuento Dominical 6: Tuma


En algún lugar de la ciudad, en un barrio cualquiera, en una mesa, dos hombres conversan. Sobre ellos, el fluorescente se empeña en oscilar una y otra vez, alumbrando y oscureciendo los rostros de los dialogantes. Impávido, Francisco Kletz espera con ansias a que el hombre frente a él – le ha costado aceptar la humanidad de aquel ser – le narre la historia de su vida. Tuma – que así se llama el otro hombre– se para y va hacia un rincón dejando notar su cojera; trae un palo y se sienta al mismo tiempo que golpea suavemente el foco y éste se cura de su avería como curado por una varita mágica.
Cojo, bizco y con parálisis facial, Tuma empieza a historiar; le pide a Kletz que imagine que los edificios alrededor son cerros, que los ruidos de automóviles son ráfagas de viento y lo principal: que ambos son enemigos. Otro mundo se impone y se ha instalado el pasado en aquella mesa. El tiempo ha retrocedido y Tuma cambia de expresión, mientras Kletz escucha ahora con atención.
En Pocachana, hace ya más de cuarenta años, una mujer sale a revisar el corral de las ovejas. Un hombre se abalanza en la oscuridad sobre ella y satisface su lubricidad violándola; desde ese momento ella es víctima de la vergüenza y no dirá nada. A menos que el padre de ella intervenga, el violador no reconocerá su delito nunca. Tuma ha sido concebido.
Los meses pasan, el vientre de Casimira–que así se llama la mujer– la ha delatado. Su padre, don Meroveo, busca al violador de su hija. No lo encuentra. La desesperación comienza a mezclarse con indignación y así pasan los días. Descubre que el abusador es un maleante – un mostrenco como diría López Albújar– y por lo tanto no tiene esperanzas de que su nieto sea reconocido.
Han pasado ya siete meses. Una niña es enviada a casa de la partera para que atienda a Casimira en el nacimiento del niño. Meroveo fuma tranquilamente afuera de la casa, aquellos cigarrillos con que sus amigos de la costa lejana le pagan las reses. También está imaginando un nieto fuerte, un hombre para la casa, alguien de quien enorgullecerse. De pronto la partera sale corriendo y Meroveo temiendo lo peor entra al cuarto; su hija yace ensangrentada y el bebé tiene el rostro deforme, los ojos bizcos y una pierna más grande que la otra. La vida le ha enseñado a aceptar las cosas como hombre de campo, y ahora tiene que aceptar la llegada al mundo de su nieto y la partida de su hija; nadie quiere cuidar al niño, así que tendrán que marcharse del pueblo. Felizmente el niño crece sin enfermarse, y solo un problema se instala en Meroveo: las risas y murmuraciones de la gente. A donde quiera que vaya con su nieto, sabe que será así y tiene que aceptarlo.
El tiempo va pasando y el niño crece, el pequeño Alfredito ha aprendido a leer y escribir sin que nadie le enseñe.
-“Debe ser un niño mágico”- piensa Meroveo.
A sus ochos años Alfredito demuestra que lo que tiene de feo para los demás, lo tiene de inteligente. Los negocios terminan por llevarlos a un pueblo que no figura en el mapa. Van caminando por la plaza del pueblo, cuando rompiendo la tranquilidad que ambos tienen hace años un hombre grita con todas sus fuerzas:
-¡Meroveo tu hija era una puta! Y ese animal que llevas contigo no puede ser mi hijo, porque entonces habría sido un semental y no una mosca.
Meroveo reconoce al padre de Alfredo. Un hombre que dice ser el juez del pueblo llega con dos botellas rotas y dice:
-La verdad es lo más fuerte y se impone.
Cada uno de los hombres toma una botella y la gente se acerca en tumulto a observar el duelo. Alfredito no ve nada, solo que súbitamente la gente se aleja y en el suelo ha quedado tendido su papá abuelo con un vidrio incrustado en el cuello. A sus ochos años ha descubierto que la realidad es la mentira.
Desde ese momento, la tierra ha girado más velozmente que antes, tanto que Alfredito siente que hace solo unos días estaba en la plaza observando el cadáver de su abuelo, pero son quince años, y la verdad que pregonó el juez parece no haber llegado. Un hombre medio ebrio cruza la plaza. Alfredo lo desafía, y el otro se ríe de aquel desafío proveniente de un ser deforme al cual cuando habla en voz alta le escurre la saliva entre los labios. Ahora van a trabarse en una lucha. Un anciano se acerca con dos botellas de aguardiente rotas y le dice a Alfredo:
-La verdad se impone, no importa el tiempo.
Alfredo siente que en su mano está la justicia. Pelea, se estira, grita y lanza miradas de odio. Su contendor cae al suelo. El se lanza encima y escribe con su botella en el cuello de su padre todo la brutalidad de su rencor. Mientras ve la sangre fluir, descubre que ahora está completamente solo en el mundo.
-He matado muchos hombres dentro de ti papá- murmura.
Se levanta y ahora convertido en un ser más despreciable que antes, está convencido de que su destino es la muerte y de todo aquello que tenga que ver con el fin. El viejo juez se acerca y pregunta:
-¿Cuál es tu nombre?
-¿Cómo se llama este lugar?-responde Alfredo.
-Tuma-responde el viejo compadecido y emocionado.
Alfredo entonces dice:
-Pues entonces Tuma me llamo.
Se va haciendo el gesto de un vengador que se despide de su antigua alma. En el futuro aquel hombre será un asesino, y en cada hombre que mate tratará de buscarse a sí mismo, para comprender la verdad de su vida. Ahora está sentado frente a Kletz, el escritor.
-Es una historia que nunca imaginé. Del modo en que la he oído no puedo esperar más- dice Kletz ignorando que es parte de una historia inconclusa.
-No se preocupe–dice Tuma alejándose y cojeando.
Saca un revólver y dispara. El mundo que se instaló un momento antes en esa mesa acaba con el sonido del disparo y de nuevo se oyen los autos y los ruidos de la ciudad. Tuma sale de la casa y afuera un hombre lo espera.
-Veo que hizo su trabajo– dice el desconocido.
-Lo hice – responde Tuma – Ya tiene la historia del escritor que encuentra la muerte mientras busca una historia distinta de lo que escribe siempre en la vida de un marginado.
El desconocido sonríe, y sacando un fajo de dinero se lo da a Tuma, pero éste no lo acepta.
-¿Por qué no lo acepta? Ha hecho su trabajo.
-No tiene que pagarme. –responde Tuma– Me encontré por fin a mi mismo.
Se aleja lenta y cojamente...y prosigue:
-Encontré un hombre que halló la muerte buscándose a si mismo en una historia en la que nunca entendió que no era más que un capítulo.
Tuma se da la vuelta, entra a la casa; tiene que ocultar el cuerpo de Kletz.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Cuento Dominical 5: El viaje de Enzo


“Desperté en un lugar desconocido, con una sensación de vahído y náusea, confundido y con un trapo enrollado en mi rostro. Por alguna razón desconocida para mi en ese momento, sentía terror acompañado de un profundo vacío”.
“Alguien pareció notar que despertaba y se acercó, dando voces a otras personas a que vinieran porque el muchacho desconocido había reaccionado. Recuerdo lo impactante que fue cuando traté de moverme y levantarme, quería salir corriendo de aquel lugar desconocido donde nadie me daba razón de quien era y de donde venía. "
"Me daban de comer simplemente porque no podía hacerlo por mis medios, poco después venía un señor de blanco al que todos llamaban doctor, el me llevaba a una tal “Terapia”; la mayoría reía de mi torpeza al agarrar los objetos y al tratar de andar".
"Durante días la historia se repitió, las gelatinas, los caldos, las curaciones para evitar que algunos cortes se me infecten, era lo más que podían hacer, nadie sabía que por dentro había heridas que ningún doctor podría curar. Poco a poco fui saliendo hacia adelante, y re-aprendí que M-A es MA, dos veces esta sílaba es MAMA, y se llama así a una mujer por la cual venimos al mundo, además es el ser más importante del mundo, y se sufre mucho cuando la perdemos".
"Los días seguían pasando entre heridos que llegaban y gente que lloraba la pérdida de seres queridos,pero uno tuvo un matiz especial: Noté que había una mujer y un niño de unos cinco o seis años que me observaban cuando me llevaban a mi paseo de la tarde. Me miraron desde esa vez todas las tardes, y creo que me ayudaron en cierto modo. Ya caminaba sin ayuda, mis heridas estaban cicatrizadas, y el corte profundo de mi cabeza ya estaba cerrado, pero aún ardía cuando me bañaban. Mi relación con los demás era muy amistosa, ya estaba por demás entendido que había llegado hace veinticinco días, en un estado lamentable con la cabeza reventada por un golpe de automóvil, y el doctor me recibió como un caso de emergencia. Nadie sabía mi procedencia, pero una enfermera de buen corazón me había registrado como hermano suyo, así se evitarían los problemas con la policía y esos papeleos que están presentes aún para entrar al cielo".
"Los demás pacientes tenían quienes los visiten, y no era fácil pasar las tres horas de visita diaria viendo como mis amigos de desgracia reían y conversaban con su familia, así que en esos ratos conseguí permiso para ayudar a las enfermeras con los casos más serios, a veces me deprimía con ellos. Los ancianos de la sección de atrás conversaban conmigo y pensaban que yo era su nieto, o hijo, otros pensaban que era un doctor".
"Fue un día viernes cuando el niño que me observaba en las tardes se acercó, y me dijo : Te extrañamos en casa, toma esto, mi mamá te manda, dice que la disculpes, que puedes regresar cuando quieras. Anda por favor hermano, extraño que alguien me cargue y me haga escuchar esa música que la abuela decía que era de locos que no creían en Dios. Anda porque quiero que me lleves y recojas del colegio todos los días, mis notas están bien, soy un buen alumno. Me tengo que ir…”
"Lo vi alejarse sin saber que hacer, y tomé atención al paquete que su mamá me había mandado. En ese momento me llamó Gabriela, que era la enfermera que me había registrado como hermano, y me dijo que la ayude a cargar a Doña Matilde, por fin regresaba a casa esa viejita bonachona".
"En la noche estaba en mi cuarto, ahora estaba solo porque mis dos compañeros de habitación habían sido dados de alta en la mañana. Estaba abriendo las bolsas del paquete y entró Gabriela que tenía turno todo el día. Me comentó que Mayra se haría cargo del otro cuarto, y yo le dije para jugar a las cartas. Optamos por jugar solo “Golpeado”, íbamos cinco partidas ganadas por mi y ella preguntó:” ¿Qué se siente no saber quien eres, saber que te irás y no saber a dónde?”. Hubo un largo silencio que no impidió que prosigamos el juego y le respondí: “Se siente la mayor felicidad, pero también la mayor estupidez.”
Luego agregó:
- Hay algo en ti que me da temor, hay algo en tus ojos tristes que me dice que te pasó algo muy malo.
- La verdad es que siento miedo y también se que algo malo ha de haberme pasado antes de llegar aquí, pero ya lo sabré cuando abra ese paquete. Dudo si abrirlo y encontrarme con algo triste y molesto, o empezar de nuevo.-Respondí.
- Sea cual sea el camino que tomes has sido parte de mi vida cuarenta y cinco días, y antes que te alejes quiero ganar una partida.
"La miré y ella me respondió con una mirada que nunca olvidaré, me dispuse a agitar la baraja para empezar la partida, y ella me tocó la mano y luego suavemente me quitó las cartas. Me quedé en shock y ella se sentó en mis piernas. La besé instintivamente y pude sentir como su respiración se agitaba a cada momento, luego comencé a deslizar mis manos por su espalda, ella no dejaba de besarme y mirarme fijamente los ojos, así que me paré y la puse sobre la camilla que había pertenecido al paciente amigo".
"La eché y le bajé el cierre de la casaca blanca, su vientre se agitaba y de sus labios salían palabras inentendibles, comencé a besarle el pecho y su braseare desabrochado dejó al descubierto sus senos firmes, en los que me perdí preso de pasión, me quitó el polo y cuando le bajé la falda ella sacó la correa de mi pantalón, y pasó nuevamente a comandar nuestro desenfreno".
Estábamos completamente desnudos, y alguien afuera gritó: “Gaby te quedan quince minutos”. Ella siguió besándome y se deslizó como una serpiente sobre mi, su cintura era delicada y en armonía con su cuerpo, esbelto hasta lo más mínimo, una leve abertura entre sus senos hacía mas excitante el momento. Sus piernas largas le daban una amplitud de movimiento que no era nada para lo que vendría en la próxima media hora. En verdad mi erección se había hecho patente desde el momento en que me miró, y tomándolo entre sus manos colocó mi miembro viril sobre sus labios íntimos, yo cedí al deseo y entré no solo en su cuerpo si no en su alma.
Su delicado vaivén encima de mí hacía melodioso el acto, solo atiné a seguir su ritmo, su mirada era una mezcla infinita de sensaciones, y durante unos momentos quedamos sumidos en la más exquisita variedad de placeres, su vaivén se hizo más violento y lo nuestro se convirtió en una lucha, en una batalla de superposición de egos. Los últimos momentos me miró mientras yo estrujaba sus pechos con toda mi fuerza, y nuestras lenguas eran una trampa, luego me incliné y su sudor se fusionó en el mío. Durante ese movimiento fue que todo terminó, y se recostó en mi pecho llorando y me dijo:”Quien quiera que seas ya no quiero sentirme culpable”. Luego recogió su ropa me miró y salió llorando de la habitación. Corrí detrás de ella pero se adelantó y la otra enfermera de guardia gritó, solo en ese momento descubrí mi desnudez.
Regresé avergonzado a mi habitación del hospital, y como un loco comencé a ver lo que dejó el niño. Había para empezar un paquete de pastelitos, que devoré mientras buscaba más cosas y encontré fotos mías, aparecía con el pelo largo, con amigos, en particular me agrado mucho la foto donde salía con el niño del paquete, y otros dos muchachos, fue entonces cuando comprendí todo y pude ver un paquete abajo que decía “Para ti Enzo”.
"Ese era mi nombre, tenía veintiséis años, era de una ciudad del norte, mi novia me escribía, y en sus cartas me decía que me amaba, que mi verdad era lo único que haría que nuestro amor crezca. Leer todo ese cuaderno era seguir la secuencia de días no muy lejanos pero que me estremecieron ante la idea de que hubieran pasado siglos, y que yo sea solo un recuerdo. Seguí husmeando y encontré una nota que yo había escrito".
"No terminé de leerla, era imposible creer lo que decían esas líneas, y salí corriendo sin decir palabra a nadie, sin buscar razón a nadie, y mientras escapaba Gabriela estaba en la puerta, me miró y pasé por su delante sin detenerme a escucharla, solo puede oír a lo lejos que me llamaba". "Corrí por la carretera del desvío a toda velocidad, hasta donde daban mis piernas, tenía que escapar de aquel lugar, y resbalé cuando pasaba por el acantilado. Solo recuerdo hasta allí mi querido amigo. Sé que desperté y caminé hasta esta orilla y vi a varios de mis antiguos compañeros de cuarto en el hospital. Hoy he contemplado con ellos el ocaso, el cielo se tornaba violeta mientras se ocultaba el sol, y ahora bajo las estrellas converso contigo amigo.”
Aquel hombre de barba y con ojos marrones claros perdidos en el cielo, se recostó en la arena y me dijo:
“Todos hemos llegado como tu, sin saber la verdad. Me haces pensar en cada uno, pero lo que te hace especial es que me recuerdas a mi”.
Se paró, caminó y se quedó observando la inmensidad del mar, dio unos pasos mientras su expresión se hacía más triste que antes y luego se esfumó en medio de la niebla. El hombre que había hablado primero se quedó pensando en la eternidad.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Cuento Dominical 4: El reloj de Noé y el árbol de la nostalgia


Un débil rayo de luz se filtró por las cortinas de la sala. En el jardín del fondo, los pájaros que anidaban en la vieja ponciana anunciaron su despertar, y los minúsculos habitantes nocturnos de la casa comprendieron que la faena debía finalizar y era hora de retirarse.
Encorvado y con las piernas moreteadas, el viejo Noé salió de su habitación rumbo a la cocina, no sin antes hacer la visita obligada al baño. Su lento paso se reanudó luego y se dispuso a preparar el desayuno; transcurridos unos minutos, reapareció yendo hacia el comedor con una taza de avena en una mano y un plato de tostadas en la otra. La sala, aunque de día, mantenía las tonalidades oscuras de la madrugada; el cuadro de “La Ultima Cena” dominaba la escena, en donde el viejo parecía ser uno de los convidados, y en un costado los retratos de infinidad de familiares parecían estar destinados a departir con él.
Mientras desayunaba se fijó en el desorden que reinaba en la casa; los sofás estaban llenos de polvo, las hojas de los periódicos estaban tiradas por el piso de parquet; pero, como siempre, el redescubrimiento del caos no haría más que invitarlo al jardín del fondo a curar sus rosas, a sembrar sus geranios, abonar la tierra y sentarse a limpiar sus herramientas bajo la enorme ponciana.
La monotonía se encargaba no de darle más días, sino de de quitárselos. Si rebuscáramos en el alma de un viejo, los sentimientos de nostalgia fluirían como un manantial; pero a diferencia de aquellos riachuelos de las sierras, el manantial del dolor de Noé tenía en su fluyente a la tristeza, que al igual que la maleza o los filosos trozos ígneos, erosionaban el cauce cada vez más profundo de su soledad.
Así, cada mañana, Noé tenía que conformarse con aceptar un nuevo día. No lo atormentaba el hecho de morir y que nadie lo llorara, sino que la muerte pudiera sorprenderlo sin estar preparado, sin saber cual fue su misión en el mundo.
-¡Ay arbolito, arbolito! ¡Tú cada vez más alto, y yo cada vez más enano! –solía decirle a la ponciana.
Cuando era verano y hablaba solo, se desprendían las flores rojas, y caían alrededor del jardín; entonces las recogía en canastas y las colgaba de las ventanas.
Si era invierno, le conversaba al árbol, como si esperara alguna respuesta; entonces se levantaba el viento y comenzaba a sacudir el follaje mientas las hojas secas iban cayendo y el sonido lo hacía volverse con los ojos tristes, tratando de atrapar alguna señal.
-¡Viento! ¡Viento! –exclamaba Noé, y el viento pasaba rozándolo, mientras él cerraba los ojos para sentirlo. En ese momento decía:
- Viento, eres como ella…Tan suave, con tanta pureza; pero no solo me acaricias a mí, sino también a mis penas. A las penas mías, y a las penas aquellas.
Sin embargo, estaba escrito que en medio de aquella rutina estrepitosa, algo tendría que suceder; fue así como una mañana cuando despertó, se dio cuenta que el reloj de la sala se había detenido por falta de baterías.
-¡Ajajá!-exclamó Noé- Tendré que comprar una de estas cosas.
Fue por el pasadizo, cogió su machete, y cual guerrero medieval con su espada, entró a sostener su lucha diaria en el jardín; pero al ir por el saco de abono, éste se había acabado. Contrariado por el inoportuno suceso, se dirigió a la escalera que llevaba al techo, en donde cubierto por esteras y calaminas se hallaba el depósito.
El subir las escaleras se había vuelto un calvario para él con los años. Lento, pero muy lento, llegó al techo no sin sufrir mareos y alguna leve náusea. El viento había botado algunas esteras y la lluvia de la estación había oxidado las planchas metálicas que colocara tiempo atrás para proteger sus herramientas. Giró lentamente el picaporte, y entró en la pequeña habitación.
Arrumadas, en un viejo estante, vio las bolsas de fertilizante, cuando de pronto, advirtió que una rata se paseaba entre las tantas cajas que había allí; cogió la escoba y la lanzó contra el animal; pero éste velozmente se metió por un agujero en la pared. Noé se acercó a las cajas y con sorpresa encontró en una de ellas un reloj de péndulo muy antiguo. Un gesto de amargura se dibujó en su rostro y no sin dudar, lo tomó.
Abrió la caja, y en su interior halló también una caja musical y una muñeca de porcelana.
-Pero… ¡pero si le dije a Pablo que bote todo esto!- dijo en voz alta.
Se sentó en el suelo, allí entre los excrementos de los roedores, y observó una y otra vez su increíble hallazgo. Parecía un enajenado que hincado en una vereda ruega por un poco de comida. Le dio cuerda a la caja musical, y el melodioso “Bolero de Ravel” comenzó a sonar; sacó una bolsa donde estaban los vestidos de la muñeca, y lo que más le sorprendió fue un libro sobre plantas. Allí, con el señalador aún en la página noventa y cinco, leyó: Delonix Regia.
Extrañado continuó con su lectura; así se enteró que el nombre vulgar de esa planta era ponciana; que en la India la llamaban gulmohar; que en Argentina en la zona rioplatense unos hombres originarios del País Vasco la sembraron con el nombre de chivata, porque en su tierra sus ramas servían para los corrales de los chivos; y finalmente, que era un árbol perennifolio. Buscó algo sobre rosas, pero el libro tenía el lomo rebelde, y fue a dar en las páginas iniciales, donde una dedicatoria le hizo recordar a Noé lo miserable de su existencia. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y un llanto de hombre surgió desde lo más profundo de su ser.
“La historia es la historia, la vida es la vida”, pensó.
Luego, secándose las lágrimas, colocó los objetos nuevamente en la caja, con cuidado y delicadeza excesiva. Agarró el reloj y el libro, y guardándolos en la bolsa que encontró en el depósito, descendió al primer piso.
Bajó disgustado consigo mismo. Dejó la muñeca de porcelana en la mesa y cogió el reloj. Le dio cuerda y tal como en los viejos tiempos, el péndulo comenzó a oscilar, llenando la casa con su resonancia. Solo en ese momento, Noé sintió que la vida se le iba.
Tras colocar el reloj, el sonido produjo en él la sensación de que ese aparato no había reaparecido nada más que para marcar sus horas, para que el muriera con el reloj, o lo que es peor, para que el reloj lo sobreviviera. Resignado, limpió la sala después de muchísimo tiempo; la certeza de que cuando el reloj se detenga, lo haría también su existencia lo comenzó a perturbar; hasta que una noche, abrumado salió al jardín y le habló a la ponciana:
-“Árbol. Tú seguirás aquí cuando me vaya, y eso, irremediablemente se acerca. ¡Ay arbolito! Tu haz sido el único en entenderme y sino te dejé de lado, fue porque si sacaba completamente todo que en mí había de ella, era posible que yo muriera en el intento. Los hombres…somos así”.
“Cuando yo era joven, recuerdo que mi profesor me preguntó quién era yo. Le respondí que Noé Irisar; el me dijo que me había preguntado quién era, no como me llamaba. ¿Y sabes arbolito? Creo que solo en mi vejez he podido entender, porque podría haberme llamado Juan, Pedro o Mateo, y yo seguiría siendo el mismo ser. Aún llamándome Celso, yo la hubiera perdido. ¿Y sabes arbolito? Eso duele”.
Hizo un gesto de despedida con la mano, y se fue a su cama. Durante varias noches no pudo dormir recordando a Valeria. Recordó aquella vez muchísimos años atrás, cuando en una obra teatral, no había quien represente a Macbeth, el resultó elegido y Valeria fue Lady Macbeth. Allí en plena función, el se enamoró de ella. Ambos se unieron y después de un largo noviazgo, decidieron casarse.
Toda su familia se alegró, el indescifrable Noé por fin tendría su familia. Su madre le dio el reloj como regalo anticipado de bodas, y le solto una frase que el tomaría como profecía: “El reloj marcará el destino de los dos”.
Allí, sentado, preso del insomnio, Noé recordó la noche trágica dos días antes de la boda, cuando ella legó con la muñeca de porcelana que el le había regalado. El estaba a punto de abrir el libro de plantas que ella le había obsequiado el día anterior como guía para la ponciana que acababa de sembrar.
- No puedo aceptarla –dijo ella.
- No entiendo a qué te refieres.
- Debí decírtelo antes, pero me voy Noé. Tú mereces alguien mejor, y yo también.
Noé seguía parado frente a ella sin entender. Ella terminó así:
- No puedo, porque tu no me darías nada. Yo tampoco tengo nada que darte, y entre dos personas como nosotros, solo hay adiós.
En vano Noé trató de retenerla. Poco después se enteró que ella se casaría con el actor que representó a Banquo en la obra teatral; ya nada podía hacer
La última vez que la vio, en el aeropuerto antes de que Valeria viaje, el le dijo:
- Tu sabes que como yo nadie te amará.
Ella lo abrazó y le contestó:
- No es culpa de nadie. No es culpa mía.
Se despidieron con una sonrisa, y Noé no volvió a saber de ella. Su madre falleció poco después, y sus dos hermanos viajaron al extranjero; él quedó solo en la casa. Encerrado entre amarguras y decepciones, Noé comenzó a lidiar con la soledad; lo más doloroso fue cuando en medio de toda su impotencia, se convenció de que si ella algún día volvía, seguramente la perdonaría
Desde que encontró la caja, no había noche en que no recordara todos estos hechos. Antes de irse a dormir –objetivo que no lograba- conversaba con la ponciana, y todas las mañanas limpiaba la casa y ordenaba los muebles.
- “Quiero estar listo para cuando se acabe mi tiempo” – repetía.
En la noche, cuando se sentó a conversar con el árbol, las flores comenzaron a caer. El viento silbaba y las hojas secas se arremolinaban; en medio del jardín, Noé se despidió diciendo:
- Gracias por responderme arbolito, gracias a ti también, viento.
Se disponía a arroparse para dormir, cuando unos golpes en la puerta lo despertaron. Se dirigió a la entrada pensando: “La muerte me está buscando”.
Cuando abrió la puerta, Noé murió. La voz de la recién llegada le dijo:
- Hola.
El se quedó en silencio, sintiendo como el Noé de los últimos sesenta años expiraba. Ella hablaba dando miles de explicaciones, de muecas que contrastaban con su tez arrugada y su cabello canoso.
Noé dirigió sus dedos a los labios de Valeria indicándole que haga silencio. La hizo pasar, sintiendo como renacía el hombre que ella mucho tiempo atrás dejó dormido, y la besó como solo un hombre de más de ochenta años puede besar.
A un costado, en la pared, el péndulo del reloj se detuvo. Había empezado una nueva estación.